martes, 18 de noviembre de 2008

La araña Ariadna

Había una vez un bosque encantado donde vivía una araña. La araña Ariadna.
La araña Ariadna se pasaba el día entero tejiendo y tejiendo.
Cada mañana se levantaba muy temprano y después de lavarse y desayunar se subía a lo alto de un gran árbol de espeso ramaje, se trataba de un sauce llorón, era su árbol favorito.
En la copa del árbol se sentía gigante, se sentía importante.
Tras observar los alrededores, contemplar el cielo azul y escuchar a los pajarillos del lugar entonar maravillosas cancioncillas, comenzaba a tejer jerséis de lana.
Un día, la araña Ariadna se dio cuenta de que había tejido tantos jerséis que no sabía que hacer con toda esa ropa.
Pensando y pensando se pasó el día. Al llegar la noche, llegó un gracioso ciempiés. Luis, el ciempiés, lo llamaban.
-Araña Ariadna. -gritó Luis el ciempiés. -¿me podrías tejer unos calcetines para mis cansados y delicados pies?, pronto llegará el frío del invierno y necesitaré abrigarlos. -Le solicitó con una amplia sonrisa en los labios.
Ariadna pensó que si le tejía unos calcetines y quedaba contento, tal vez, también querría un jersey.
-Por supuesto, amigo ciempiés, vuelve dentro de una semana y ya tendrás los cien calcetines que necesitas. -respondió feliz la araña.
Una semana más tarde...
-Buenos días araña Ariadna, vengo a por mis calcetines.
-Buenos días Luis el ciempiés, aquí tienes tus calcetines, ¿te gustaría llevarte un jersey también? -preguntó tímidamente la araña Ariadna esperando una respuesta afirmativa.
-Muchas gracias, araña Ariadna, este invierno ya no pasaré frío y...
-Luis -interrumpió la araña -tengo más jerséis, quizás tus amigos también quieran estar calentitos este invierno. -propuso cortésmente Ariadna.
-Pues es verdad, ahora mismo voy a decírselo a todos mis amigos.
En unas pocas horas todos los animalillos del bosque encantado se acercaron al árbol donde se encontraba la araña Ariadna.
De este modo, todos los jerséis de la araña Ariadna encontraron un dueño al que abrigar ese invierno.
La araña Ariadna estaba loca de contenta y felizmente siguió tejiendo y tejiendo para almacenar más ropa para posteriores inviernos.
Así, ni ese invierno ni ningún otro, ningún animalillo del bosque pasó frío.
FIN

jueves, 13 de noviembre de 2008

El pollito Lolín y el barquito mágico.

En un país no muy lejano, al que acudían en verano todos los pollitos del mundo, existía un barquito de papel, adornado con hermosas velas de vivos colores. Se trataba, sin duda, de un barco mágico.
En ese barquito, siempre que podía, jugaba Lolín, un pollito muy simpático de bello plumaje amarillo y grácil caminar.
Un día quiso enseñarle la magia del barquito a su hermana Ilina, a quien esperaba con impaciencia. Ilina era una pollita recien nacida, muy hermosa, con los ojos grandes de color azul.
El pollito Lolín miraba un poco desesperado su nuevo reloj mientras la esperaba.
Lolín, cuando nada se lo impedía, navegaba en el barquito mágico por las tranquilas aguas del océano. Subiendo y bajando las olas, el pollito Lolín cantaba su canción favorita:
"Por el mar navegando
hacia el sur voy cantando
con mi hermana estoy bailando
las olas subiendo y bajando."
Era mágico, no sólo por su aspecto, sino porque, además, dentro del mismo se vivían las historias más sorprendente jamás contadas. Pero era necesario cumplir una sencilla norma; para vivir estas experiencia los pollitos debían encontrarse en alta mar a las cinco en puento de la tarde, antes del comienzo del anochecer. Por ese motivo, Lolín miraba su reloj un tanto irritado puesto que su hermana se estaba retrasando.
Ilina, por fin, llegó a tiempo y juntos levaron el ancla de aquel mágico barquito.
Cuando, finalmente, llegaron a alta mar, los dos hermanos entraron en el camarote del barquito. Allí esperaron nerviosos, pero ilusionados y con gran entusiasmo, a que dieran las cinco en punto de la tarde.
Cinco segundos, cuantro segundos, tres segundos, dos segundos, un segundo...
ding, dong, dong, ding, en el reloj del barquito dieron las cinco.
Ante los joviales ojos de ambos pollitos aparecieron unas gigantescas puertas doradas en cuyo centro se posaba una brillante y suave rosa roja.
Lolín, agitado pero, al mismo tiempo, con delicadeza por miedo a que la magia desapareciera, rozó con ternura la suave flor del portón y aquellas deslumbrantes puertas se abrieron descubriendo tras de sí un amplio salón acristalado. Una música armoniosa, lenta y melodiosa empezó a sonar, pronto aparecieron decenas de animalillos que comenzaron a bailar.
Lolín e Ilina entraron animados por la música, y sin miedo, se unieron a la fiesta. Poco a poco todos los animalillos hicieron un pasillo para dejarlos pasar. Allí, en medio de tanta algarabía, se sentían protagonistas. Sonrientes empezaron a disfrutar del evento y cada uno de aquellos magníficos animalillos se unió a ellos.
Un mundo maravilloso del que ninguno de los polluelos quería despedirse, pero Lolín conocía las normas y recordó que si a las seis en punto no regresaban al mundo real, nunca más podrían volver a vivir esas mágicas y, a veces, misteriosas historias dentro del barquito.
Sin embargo, su hermana Ilina no sabía nada de todo aquello y cuando Lolín se lo quiso explicar, rogándole, al mismo tiempo, que regresaran a casa, Ilina se negó, no podía entender la transcendencia de lo que su hermano le estaba contando.
Milagrosamente, una mariposa de intensos colores entró en el acristalado salón y se acercó a la pollita. Ilina, al verla, se distrajo, y fue corriendo tras ella, poco a poco y casi sin darse cuenta salió al exterior, por delante de su hermano que la perseguía para no perderla de vista.
Cinco segundos, cuatro segundos, tres segundos, dos segundos, un segundo...
ding, dong, dong, ding, en el reloj del barquito dieron las seis en punto de la tarde.
Y toda la magia del barquito desapareció, incluso la preciosa mariposa de vivos colores.
Ilina se quedó triste y desilusionada, pero pronto comprendió lo que su hermano le decía momentos antes.
Exaltados porque llegara un nuevo día para vivir una historia diferente, regresaron juntos a tierra, y más felices que antes se fueron a dormir.
FIN

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Duermete pollito hasta el amanecer.

Había una vez un pollito llamado Lolin, era pequeñito y de color amarillo pero sus ojos vivarachos eran tan grandes que deslumbraban al sol.

El pollito Lolín vivía en compañía de su familia en una granja cercana al mar, la granja no era grande pero sí muy acogedora, la comida nunca faltaba y el aire que se respiraba era limpio y fresco, pues la brisa del mar entraba dulcemente cada mañana por las ventanas de la granja cuando la mamá del pollito Lolín las abría alegremente para despertar a todos sus polluelos.

La madre de Lolín se llamaba Nicoletta y era una pata muy simpática y paciente.
Aunque su paciencia sí tuviera límites, Nicoletta nunca elevaba la voz sino que utilizaba unos métodos muy eficaces para enseñar a sus hijos ciertas normas que todo pollito debía conocer.
De este modo, el pollito Lolín que tenía ligeros problemas para respetar el descanso de su familia, fue víctima de uno de esos métodos de Nicoletta durante una larga temporada.
Y es que todas las noches Lolín que se acostaba en una inmensa cama que había en la granja junto a sus hermanos y su mamá, despertaba a todos muy temprano, unas veces a propósito y otras sin intención, así que un día, cansada ya de tanto madrugar, Nicoletta cogió al pollito Lolín y se lo llevó a otra estancia del lugar, donde se quedó solito esperando hasta que todos los demás se despertaron con la entrada de los primeros rayos del sol.
Lolín, al escuchar el jaleo de sus hermanos al levantarse, se soliviantó y muy excitado corrió en busca de sus congéneres para desayunar y luego jugar. Sin embargo, cuando sus hermanos lo vieron aparecer por la puerta empezaron a agraviarlo por la mala noche que les había hecho pasar.

Al día siguiente, el pollito Lolín volvió a acostarse junto a sus hermanos y a su mamá en la misma cama que dormían cada noche, y poco antes del amanecer, el pollito Lolín volvió a despertarse antes que todos los demás y, balbuciedo palabras incoherentes, despertó a su mamá, entonces ella lo asió por el ala y lo llevó a otra parte de la granja, más lejos que la última vez, donde volvió a quedarse solo hasta que llegó la mañana.

Así pasaron unos días y el pollito Lolín estaba cansado de dormir solo en otro recinto alejado de su familia, se sentía desplazado, a veces un poco abandonado y en ocasiones tenía miedo cuando se quedaba sin compañía. Asustado se quedaba dormido y sufría ligeras pesadillas. De modo que se le ocurrió una idea, ponerse un despertador para levantarse con todos los demás, y así llevó a cabo su idea una bella noche del mes de abril.

Sin embargo, antes de que llegara la hora de levantarse, el reloj despertador sonó estruendosamente, la mamá del pollito Lolín muy enojada agarró el despertador y lo tiró por la ventana, acto seguido sacó a Lolín de su lecho y se lo llevó a otra cama, y allí solito y angustiado esperó pacientemente a que el sol despertara a sus hermanitos.

Durante ese tiempo el pollito Lolín le dio vueltas y más vueltas al asunto, hasta que se le ocurrió una genial idea que no tardó en poner en práctica.

A la noche siguiente, cuando el pollito Lolín se despertó y vio que todos dormían plácidamente, decidió quedarse en silencio y mantenerse acurrucado junto a su familia y esperar estoicamente a que llegara el amanecer, a partir de ese día el pollito Lolín nunca más volvió a dormir solito.

FIN

miércoles, 23 de julio de 2008

El león de los ojos de cristal

Un día del mes de abril, en un lugar de la tierra muy lejano donde vivía un león con los ojos de cristal, comenzaron a suceder una serie de acontecimientos, cuanto menos, sorprendentes.

El león con los ojos de cristal vivía aislado en lo alto de una roca. No era, pues, un león cualquiera. Había sufrido un largo y penoso destierro y desde entonces vivía como un eremita.

Siempre estaba solo pero era en su soledad donde encontraba respuesta a muchos de los enigmas que se le planteaban.

No se trataba de un león fuerte y feroz, no tenía hermosas melenas de color marrón, era más bien delgadito y asustadizo, su pelo hirsuto era de color amarillo, como si el sol con los años se lo hubiera aclarado, pero a pesar de todo era un león especial dado que tenía los ojos de cristal.

Su nombre era Zacarías y a través de sus ojos podía ver aquellas cosas que nadie más veía.

Por eso, cuando comenzaron a suceder hechos inexplicables en aquel lejano país, acudieron en masa a visitar a Zacari todos los habitantes del lugar.

Zacarías, taciturno, se encontraba en un rincón alejado de su paraje habitual. Su mente era un laberinto de ideas, él quería dejar de pensar, quería sumergirse en la felicidad de la ignorancia pero su superdotado cerebro le sumía en un mar de preocupaciones.

Pronto, una fugaz estampida protagonizada por todos los animales del país le despertaron de sus disquisiciones, para muchos inconmesurables para él maldiciones, lo que le produjo una gran alegría al principio, una nueva preocupación después.

Ely, el elefante, uno de los animales más importantes de aquel lejano país, cuando logró vislumbrar al león en lo alto de su roca favorita, comenzó a explicarle los extraños acontecimientos que estaban viviendo desde la noche anterior.
-El cielo está cambiando -decía abrumado el elefante -parece que estuviera acristalándose, las estrellas brillan con mayor intensidad que de costumbre, titilan sin descanso provocando el despertar de todos los animales -con la voz cada vez más apagada terminó asegurando que los animales del país estaban enloqueciendo por efecto de estos insolitos fenómenos.

Rafa, la jirafa, se apresuró a añadir a la perorata de Ely, que esa situación que estaban viviendo tendría que cambiar pronto, exigiéndole a Zacari una solución a tan inusuales sucesos.
Cuando Zacarías estaba dispuesto a retirarse a sus aposentos para pensar tras haber escuchado con extraordinaria meditación a sus paisanos, un enfurecido rinoceronte llamó la atención de todos los presentes. Se trataba de Raimundo, soberbio e insensato rinoceronte que siempre andaba peleándose con algún otro animal, no importaba que fuera de su especie también provocaba a otros animales más fuertes que él, quienes a menudo no le hacían caso y se retiraban de la pelea antes de que ésta diera comienzo, de esta manera, Raimundo se marchaba pensando que había gando y que nadie se atrevía a enfrentarse a él porque era el más fuerte, sin embargo, la realidad era otra muy distinta, Rai regresaba a su charca derrotado pues no había conseguido su objetivo.
-Amigos, no necesitamos la ayuda de ningún asustadizo y enclenque león -anunció Rai -yo sé lo que está ocurriendo.
Todos giraron la cabeza para escuchar con más atención las palabras del osado rinoceronte. -Habla, pues, te escuchamos -gritaron al unísono todos los que se encontraban en la llanura.
-Lo que está ocurriendo es muy sencillo- manifestó Rai -se trata de un complot de los humanos para que nos marchemos de estas maravillosas, exultantes y vigorosas tierras donde vivimos, porque quieren cultivarlas, quieren hacerse dueños de todo y no saben como expulsarnos de forma y manera que no tengan que enfrentarse a nosotros, pues somos más valientes y más fuertes que ellos, y saben que un enfrentamiento directo les llevaría a la derrota y pérdida de todas sus posesiones y...
Zacarías no daba crédito a lo que sus extenuados oídos escuchaban. Sin terminar de oir a Rai, el león de los ojos de cristal se retiró lentamente a su guarida.
Nadie se dio cuenta de su ausencia, todos escuchaban a Rai con admiración, creyeron ver una realidad en sus palabras, pero nadie le preguntó qué debían hacer para dar fin a este fastidioso suceso.
Un gran revuelo se armó en aquel lejano país, todos los animales se fueron retirando a sus hogares maldiciendo lo que les estaba ocurriendo, algunos profetizaban un devenir devastador, los más belicosos se planteaban comenzar una guerra, otros veían en Rai un lider al que seguir sin condiciones, algunos más incrédulos recelaban de sus palabras, pero como tampoco encontraban otra explicación, ansiosos y angustiados, se conformaban con la explicación que acababan de escuchar.
Mientras todos y cada uno de los animales regresaban a su morada, Zacarías esperó paciente a que llegara la noche, sabía que iba a ser una velada larga y penosa, así que decidió acostarse esa misma tarde para, al despertar, poder observar con absoluta atención aquellos espectaculares sucesos de los que sus compañeros le habían hecho partícipe.

Raimundo se sentía triunfador, orgulloso de su arenga, era un lider a ojos de los ciudadanos del país, nunca antes se había sentido más realizado como aquella misma tarde. Sin embargo, cuando Rai más estaba disfrutando de su glorioso triunfo, una temerosa cervatilla se acercó al, ahora, grandioso rinoceronte para preguntarle, tras armarse de un gran valor, qué debían hacer para acabar con esos acontecimientos.

-Fuera de aqui -gritó al mismo tiempo que lanzaba a la pobre cervatilla a unos metros de donde se encontraba de un solo golpe con su puntiagudo y enorme cuerno de la cabeza, malhiriéndola. La cervatilla, acongojada, se fue lo más aprisa que pudo al lado de su familia, mientras, Rai se reía con sorna y seguía disfrutando de su aparente éxito.

Pasaron las horas y la noche coménzó a oscurecer el país, invadiendo a todos los habitantes de un nuevo episodio de locura y malestar, fue en ese momento cuando se dieron cuenta de que las palabras de Rai no les había aportado ninguna solución, y que de nuevo se volvían a encontrar con la misma situación que la noche anterior.

Mientras, en lo alto de la gran roca grisácea donde solía pasar las tardes el león de los ojos de cristal, comenzó a observar aquellos extraordinarios sucesos y en seguida se percató de que no se trataba de ningún complot humano, sino de un maravilloso fenómeno de la naturaleza que se repetía cada cierto número de años o siglos o quien sabe...

Zacarías estaba siendo testigo de una hermosa lluvia de estrellas, quizás la última de esa temporada, por eso se apresuró a bajar a toda la velocidad que sus cansadas patas le permitían, para avisar a sus paisanos de lo privilegiados que eran de poder ser testigos de ese evento natural.

Cuando llegó al centro del país y comenzó a hacer partícipes con alegría e ilusion a todos los habitantes, estos no le creyeron, y cabizbajos comenzaron a pensar que el sabio león de los ojos de cristal también se había vuelto loco. De esta forma perdieron una maravillosa oportunidad de ver sonreir al cielo, de saludar a las danzarinas estrellas y de ser más felices que nunca por ser testigos de tan espectacular episodio.

Zacarías, por su parte, regresó a su hogar sintiéndose extremadamente afortunado, se dio cuenta de que si bien la ignorancia te mantiene en un estado de continua felicidad, más feliz es uno cuando sabiéndolo todo puede disfrutar de ello.

El resto de los habitantes, sumergidos en un sopor duradero, comenzaron a creer que los sucesos que habían vivido eran fruto de su imaginación, otros hablaban de magia y hechicerias provocadas por el león, otros se sintieron tristes porque la idea de una guerra inminente ya no se sostenía y así, poco a poco fue regresando la normalidad al lejano país del que procedía Zacarías, el león de los ojos de cristal, delgadito y asustadizo de hirsuta melena de color amarillento por el paso del tiempo y la erosión del sol.

Amigos -dice Zacarías -no os dejéis vencer por la desidia y no os dejéis llevar por la superstición y la altaneria de quien no sabe de qué está hablando, observad con atención lo que veáis en la vida y vosotros mismos sacad conclusiones, que si bien son erróneas, al menos son vuestras y no las del vecino. Sed felices y no os preocupéis por aquello que a priori no comprendeis, pues llegará un día en que el descubrimiento de la verdad os hará felices.

FIN

martes, 8 de julio de 2008

Florinda y sus amigas

Había una vez, en un país donde lo normal resultaba ser mágico y lo mágico, normal, una preciosa niña de largos cabellos de color negro azabache y una luminosa sonrisa con dientes de marfil.

Sus ojos de un gris intenso hipnotizaban a todo aquel que los observaba y esto lo sabía muy bien Florinda, que así es como se llamaba.

Aunque de corta estatura, se movía como un jilguero y cantaba cual ruiseñor.

A pesar de tener tan solo 10 añitos, Florinda era una niña muy despierta e ingeniosa y razonaba como cualquier adulto inteligente.

Tenía aspecto de buena y educada. Tranquila y muy cordial, pero cuando menos te lo esperabas descubrías que la tal Florinda afable y excelsa niña de ojos grises se transformaba en un torbellino de inquietud y nerviosismo.

Un día, muy avanzado ya el otoño, la calle amaneció cubierta de las hojas caducas de los árboles que flanqueaban el camino por donde Florinda y sus dos amigas, Lucía y Esmeralda, paseaban cada día para ir a su colegio.

Esa misma mañana del mes de noviembre a Florinda se le ocurrió una genial y al tiempo desbaratada idea.
Comenzó, silenciosamente, a coger algunas de las hojas que había bajo sus pies mientras se acercaba a casa de su amiga Lucía.

-Hola Flor -le saludó Lucía- ¿qué llevas en las manos?, ¿ya estás preparando una de las tuyas? -interrogó Lucía a su amiga Florinda.
-Vamos a buscar a Esme y luego os cuento lo que se me ha ocurrido por el camino- sentenció Florinda.

Antes de llegar a casa de Esmeralda descubrió una bolsa de plástico junto a los pies de Lucía y con solo una ligera mirada su amiga supo lo que tenía que hacer.

Pronto se reunieron las tres y sin apenas mediar palabra llenaron la bolsa de plástico con las hojas que había en el camino.

Los vecinos las miraban sonrientes sin sopechar aquello que tácitamente Florinda estaban planeando.

Cuando llegaron a la puerta del colegio, oculta tras el inmenso ruido de todos los chiquillos que se divertían mientras esperaban la orden del director, que a través de la campana avisaba del momento en el que todos debían entrar a la escuela, siempre cinco minutos antes de que dieran las nueve en punto, Florinda les contó a Lucía y a Esmeralda la genial idea que se le había ocurrido al salir de casa y ver todas esas hojas en el camino.

Cuando todos los enérgicos estudiantes se encontraban alegremente sentados en sus correspondientes aulas y los maestros hubieron nombrado a todos los alumnos, don Segismundo, maestro de matemáticas, notó la ausencia de tres niñas. Con su fuerte voz sonora preguntó a los niños si sabían dónde se encontraban las tres compañeras o si sabían si les había ocurrido algo.
Nadie respondió a su inquietante interrogatorio.

Cuando el maestro de matemáticas salió al pasillo se encontró con una desoladora imagen de lo que parecía iba a ser el futuro de aquel glorioso colegio que llevaba educando a todos los niños de aquella pequeña villa a la que pertenecía, Lumerinda.

Tras un momento de pánico que lo obligó a permanecer hierático como estatua griega, se encaminó con paso firme y decidido hacia la puerta del majestuoso director don Eustaquio Benavides, hombre de nariz aguileña y ojos profundos de un marrón poco particular.

Sin pensarlo dos veces llamó a la puerta, la cual se abrió produciéndose un ligero chirrido que llenó de misterio y nerviosismo a don Segismundo.

Las tres amigas habían cubierto las paredes del pasillo así como todo el suelo del mismo con las hojas secas que habían recogido en la gran bolsa de plástico que se habían encontrado.

Don Segismundo que, apesar de su aspecto bonachón, carecía de buen corazón, vio al fondo del pasillo al intransigente y recio pero en el fondo afable director, como atravesaba aquel pasillo cantando canciones populares de su infancia y bailando con gran agilidad.

Apenas llegó a la altura de don Segismundo, el señor Benavides le saludó con una sonrisa en los labios provocando, si cabe, una gran sorpresa en el maestro. Sin embargo, don Eustaquio, que no se le escapaba una, se percató de que ese no era el sitio que le correspondía a don Segismundo en ese momento de la mañana, así que sin mediar palabra se dio la vuelta y le preguntó: "Don Segismundo, ¿por qué no está usted impartiendo su clase de matemáticas?" A lo que don Segismundo aún más sorprendido, replicó elevando la voz: "No ve usted cómo está el colegio, todo este desorden, estas hojas secas por todos los lados, esta suciedad e inmundicia de la que estamos rodeados" -agitando los brazos y muy alterado siguió su perorata con una más que discutible e inoportuna pregunta- "¿es que no piensa hacer nada ante tal barbaridad, alboroto, desobediencia y gamberrada?... Además, tres niñas no han asistido hoy a mi magistral clase de matemáticas y empiezo a sospechar cual es el misterioso motivo."

Al escuchar tales disquisiciones, la maestra de lengua, doña María Buendía, salió de su clase para averiguar qué estaba sucediendo.

Doña María era una simpática maestra que siempre estaba dispuesta a ayudar a quien se lo pidiera. Todos la consideraban muy comprensiva.

En cuanto atravesó el umbral de su aula una amplia sonrisa amaneció en su cara. Tras ella algunos niños asomaron sus caritas, unas se iluminaban y otras expresaban una sonora carcajada. Y, así, con tanto ruido, empezaron a abrirse las puertas de cada una de las aulas y tras ellas salían los demás maestros y alumnos del centro.

Los más sonreían e iluminados abrían sus bocas sorprendidos ante lo que veían. Otros, muy pocos, reían a carcajadas o se enfurecían por lo que estaban viendo sus entristecidos ojos.

Esmeralda y Lucía salieron de un lugar secreto que sólo ellas conocían, y poco después, feliz pero un poco inquieta salió Florinda, la causante de todo aquel bullicio.

Don Segismundo, al verlas en la entrada del cole, les llamó la atención y muy enfadado se dirigió hacia ellas exigiéndoles una explicación. Al mismo tiempo los niños se divertían, cantaban y balilaban, otros reían y se revolcaban entre el desorden de las hojas secas.

Y es que sólo las personas de corazón puro podían admirar la belleza de los siete colores del arco iris, el brillo especial del mar cuando los rayos del sol rebotan con él. Las hojas doradas o coloradas formando un hermoso y gran corazón. Hojas dispuestas a modo de serpentinas. Hojas formando círculos, cuadrados, rombos, estrellas y todas aquellas maravillosas figuras que la naturaleza nos aporta.

Porque en Lumerinda, para la gente de buen corazón, lo mágico resulta ser normal y lo normal, mágico.

FIN

viernes, 6 de junio de 2008

COLINDRES

(Hoy es domingo y el campo está vacío)

¡Qué extraño! Una canción, una imagen

y desde Salamanca contemplé Colindres.

Y ese cielo azul...

tantas veces nublado, tantas veces

mojado por lentas gotas de lluvia.

Y ese aire fresco que no encuentro

en la tierra que me adoptó, Salamanca.

En el verano, el gentío.

En el invierno... la soledad

siempre compañera de nostalgia.

¡Colindres, Colindres! -gritan.

Es tierra marinera, villa entre villas,

arde en deso de ser famosa ciudad de nobles.

UN DESEO DE VOLVER

Espíritu de paz.
A las doce y media del mediodía,
un viejo, una calle mojada,
triste.
Una melodía, tranquila, suave.
El sonido de la lluvia, se escucha.
Cemento húmedo y gris y triste y solo...

Desde mi ventana, desde mi vieja ventana...
añoro una imagen, recuerdo un lugar, a mi gente.
Deseo de volver a una calle menos triste,
con un paisaje más verde, con el mar más
cerca.

Mas no puedo,
triste y sola quedo un día,
encerrada tras mi vieja ventana,
guardo mis recuerdos un tiempo,
desde la que observo la calle húmeda y triste.